sábado, 27 de enero de 2018

Fernando Alegría y el re – crear la historia antes que Tromben o Baradit


Las crónicas, relatos de viajes y el corpus de la mayoría de la narrativa histórica chilena que trata sobre el descubrimiento y conquista, ha tendido a exaltar y ensalzar las virtudes estratégicas y valores asociados a la valentía, gallardía y el constante apego a la corona, la Iglesia Católica y la patria de los invasores españoles.
                                                                                                   
En general la historia oficial, la de los vencedores, olvida en forma intencionada que dentro de la extensa Guerra de Arauco hubo otro bando, un pueblo indígena que mucho más pequeño que el invasor y no tan avanzado como otras civilizaciones americanas, demostró que en la defensa de su nación y amor por la tierra y sus raíces hasta el día de hoy sigue siendo indomable.

Antes que los escritores en boga de este positivo y agradable renacer de lo que podríamos denominar nueva camada de la Novela Histórica como Carlos Tromben, Jorge Baradit, Francisco Ortega o Waldo Parra entre otros, el gran escritor, diplomático durante el gobierno de Salvador Allende y crítico literario chileno Fernando Alegría (1918 – 2005) ya había iniciado esta nueva mirada de la historia a través de las novelas. El autor de una prolífica obra entre las que cuentan Recabarren (1938) Caballo de copas (1957) o Allende, mi vecino (1990), logra con “Lautaro, joven libertador de Arauco”, (Santiago: Ed. Zig-Zag, 1943) mostrar precisamente la otra cara de la moneda en el período de descubrimiento y conquista de Chile, la de un joven mapuche que por su valor, astucia, lealtad a su pueblo y sagacidad es catapultado a la figura de héroe.

La novela permite desde un  comienzo desmitificar la concepción errada y simplista del indígena como un sujeto tratado en las crónicas de la época y libros de historia al símil de un animal incapaz de expresar los más nobles sentimientos.

El crítico literario Juan Armando Epple se refiere a Fernando Alegría como “un narrador, poeta, ensayista y profesor universitario que se propuso rescatar la historia de los héroes sin monumento en sus obras. Formó parte de la generación del '38 y pasó la mayor parte de su vida en EEUU”.

 “Se ha destacado, entre los escritores chilenos, por su pasión por develar la intrahistoria nacional y re-crear el mundo íntimo y colectivo de aquellos héroes negados o desdeñados por la historia oficial. Alegría se ha acercado a la experiencia histórica para imaginarla y re-formularla como aventura y ética, asumiendo en la literatura un acto de desciframiento político de la realidad".

 Para el novelista Lautaro fue un héroe popular que alcanzó su primer triunfo cuando tenía veinte años y el máximo de su poder y gloria a los veinte y dos. El escritor además señala lo siguiente en el prólogo del libro “…los araucanos fueron conducidos por un caudillo que la tradición ha inmortalizado como uno de los más geniales libertadores de América; genial no porque hubiera aprendido a serlo en contacto con las sociedades avanzadas de su tiempo, sino simplemente porque nació genio.” (Alegría, Fernando, Lautaro, joven libertador de Arauco, 25ªedición, Editorial Zig-Zag, Santiago, Chile 1993, p.7-8.)

Lautaro y la dialéctica del amo y el esclavo

Es interesante además analizar esta nueva lectura que hace el autor, de la mano de tal vez uno de los textos más geniales del filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel, “la dialéctica del amo y el esclavo” comprendida dentro de su libro “La Fenomenología del espíritu” de 1807.

Para Hegel el origen de la historia y homologando esto a la génesis de nuestro país, se concibe gracias al enfrentamiento, al choque entre dos deseos. Pedro de Valdivia, el invasor desea que el otro Lautaro, los mapuches, le reconozcan, se le sometan y sean los subordinados. Este choque de deseos, (este primer momento siguiendo los postulados de Hegel) entre invasores e invadidos va a dar origen a un enfrentamiento a muerte, los dos lo saben, pero por miedo, astucia, estrategia, hay uno que en este segundo momento hegeliano se subordina al otro, Lautaro. Por su parte Valdivia se erige como el amo, triunfador (por un tiempo) su miedo a morir es menor que sus ansias de fama, riqueza y reconocimiento. (Una de las poderosas razones que trajo a los descubridores y conquistadores a la tierra de nada). La figura amo/esclavo se instala, surge.

Entendemos que Pedro de Valdivia extirpa el deseo de Lautaro quien encarna como arquetipo el deseo colectivo del pueblo mapuche, la libertad. El esclavo, Lautaro, se pone a trabajar transformándose en su paje, se le somete.

“Desde aquel día Lautaro pasó casi todos los momentos de su existencia diaria junto al conquistador. El joven hablaba poco, trataba a todos con reserva, en su actitud no había animosidad ni simpatía, solo indiferencia”. (Alegría, Fernando, op.cit., p.19.)

Lo interesante de la novela es precisamente dejar como centro, protagonista de la historia, al caudillo indígena, con sus pensamientos y divagaciones sobre el español. Prima en la prosa la mirada que tiene el indígena de los europeos y no al revés como oficialmente nos ha llegado en los tradicionales libros de historia.

“Lautaro aprendió su lengua: una gran parte del mito se derrumbó, había descubierto que los dioses hablaban de un modo simple sobre simples cosas; que padecían hambre, sed frío, igual que los araucanos.” (Ibid., p.20.)

Es interesante y revelador desglosar esta última cita pues irrumpe en este momento la des-mitificación que el indígena hace del conquistador. Este cambio de percepción será a la postre clave para que él y su pueblo rompan con el temor que tenían de los invasores y emerja en ellos la idea de defender su nación. Siguiendo el modelo hegeliano nos adentramos en el tercer momento, donde la negación de la negación se hace presente. Lautaro, el negado por Valdivia, a su vez niega al amo iniciándose la insurrección, la insurgencia y posterior muerte del conquistador.

“Pero si un millar de cosas se derrumbaron en su contacto con los españoles, otro millar había tenido su lugar. Lautaro escuchaba a su señor en religioso silencio, le oía echar los planes de su campaña, le veía sus fuerzas en el terreno: la caballería, los infantes, la artillería, los arcabuceros; luego establecer su campamento y enviar avanzadas…Lautaro bebía en los labios del conquistador el arte de la guerra.” (Ibid., p.21.)

Alegría resalta a través del inicio de la novela, la relación de mutua cooperación que hay entre ambos. Valdivia a pesar de haber cambiado con el tiempo la valoración hacia Lautaro, mantiene su mirada occidental, europea, esclavista y dominante. Continúa utilizando al indígena como objeto, una bestia que quiere domesticar al igual que un caballo. Lautaro en cambio es astuto, estratega, se sometió pero para aprender, mirar, ocupó su rol de esclavo subordinado para el fin último, aprender el arte de la guerra y luchar por la libertad del pueblo mapuche.


“Lautaro, joven libertador de Arauco” al igual o mejor que las recientes novelas históricas que se agotan con premura en las veredas chilenas con ediciones piratas, tiendas con textos de segunda mano o librerías de las más caras del mercado, expone la otra mirada, el lado b para trastocar y girar la perspectiva conocida.  Los extraños, los ajenos a mí, los diferentes, los otros no son los mapuches, sino el español más invasor y genocida que nunca, con miedos y temores, chorreando lodo y sangre como ocurrió en otras colonias americanas, africanas y cada rincón donde se explotó, violó, saqueó y mató para dar origen al capitalismo. ¿O no Marx?

















Poli Délano y la apología a la vagancia

Dentro de mi profesión es muy recurrente que los alumnos de diversos cursos me hagan la siguiente pregunta, “Profe, ¿cuál es el libro que más le ha gustado?”.
Debo reconocer que cuesta muchísimo responder esta interrogante, pues me es muy difícil dentro de tanto texto que ha llegado a mis manos entregar una rápida respuesta. Esto por una vasta herencia literaria dejada por mi extinto padre y el amor por la lectura que tanto mi hermano como yo hemos cultivado e incrementado a través de los años.
Ambos profesores, él de Historia y Geografía y yo de Castellano o Lenguaje y Comunicación, hemos visto en la lectura, el mundo de la filosofía, la ficción o el ensayo la válvula de escape para sortear el tránsito a veces pedregoso y hostil de la vida. Después de pocos minutos, la mayoría de las veces, solo segundos de llenar la mente y hacer pasar como fantasmas desvelados, el desfile de títulos que en la proximidad o lejanía del recuerdo golpean mi cerebro, cuesta encontrar uno en particular que me plazca.
Sin embargo, hay un libro que hace unos cuantos años llegó a mis manos recomendado por un entrañable amigo. Éste a modo de sugerencia, dijo que lo leyera mientras yo pasaba por un estado anímico deplorable. “Cero a la izquierda” la pequeña novela del escritor chileno Enrique Poli Délano(1936 – 2017) y en particular la figura del protagonista, (un innominado y que me trajo ciertas reminiscencias del aplana calle Holden Caulfield de la novela “El guardián entre el centeno” de J.D Salinger) desde la primera página atrapó mi atención por su simple pero a la vez profunda historia de un muchacho de enseñanza media, que en su último año de colegio vive el amor y el desamor, el fracaso, la pérdida de la inocencia, la traición y la amistad, entre otros temas propios de la existencia humana.
Debo señalar que hay novelas que marcan no solo por su trama, sino porque uno de sus personajes te representa, parece hacer o decir lo que uno piensa, encarnar tus errores, triunfos y derrotas con una mirada existencialista de la vida. A mí eso me pasa cuando releo este libro, pues si bien es cierto el protagonista bordea los dieciocho años, en las páginas finales nos damos cuenta que la narración en primera persona es un racconto del personaje en plena adultez. Todos alguna vez hemos sido o seguimos siendo un “cero a izquierda”, un “don nadie” para el sistema, el mundo del mercado laboral, los otros, o nosotros mismos cuando nos auto-flagelamos. La novela no es tan solo un cúmulo de las aventuras y desventuras de un chico adolescente, instala en sus líneas ideas filosóficas importantes y eternas sobre la libertad, el tiempo, la amistad y el amor que invito a leer.
Me detengo específicamente en el capítulo diez, genial a mi parecer, pues tiene unas magníficas reflexiones del protagonista sobre precisamente la libertad y el romper con las cadenas del tiempo en esta sociedad que corre y corre hacia “el anhelado éxito”.
“Era la ciudad. La ciudad que nos coge como a migas y nos echa a andar, nos pone en movimiento, sometiéndonos a su ritmo imposible de evadir…Comenzamos a vivir como autómatas y ya nada de lo que hacemos es voluntario. Todo es necesario. Comemos, dormimos mal, fornicamos, trabajamos por nuestro pan, defecamos, nos lavamos los dientes. Pero hemos dejado de gozar de las pequeñas cosas. De comer, de dormir. Es un monstruo titiritero y nosotros somos las marionetas.”
Precisamente el filósofo inglés Bertrand Russell en su ensayo “Elogio de la Ociosidad” señaló que “El deber, en términos históricos, ha sido un medio, ideado por los poseedores del poder, para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para su propio interés. Por supuesto, los poseedores del poder también han hecho lo propio aún ante sí mismos, y se las arreglan para creer que sus intereses son idénticos a los más grandes intereses de la humanidad.”
Ese deber impuesto muchas veces para cumplir, ser productivo, convertirse en el mejor o solamente poder ganar un miserable salario y no morir de hambre, a sabiendas de la necesidad de hacerlo es una ley imperiosa del sistema, se instala como lo correcto y todo acto vinculado a la vagancia o el ocio, entendiendo este como el momento, las horas, el tiempo que tenemos como derecho a hacer nada, es casi un lastre, una palabra cargada semánticamente de negatividad, sinónimo de flojera y desidia. Quedarse más horas que las legales en el trabajo, regalar fines de semana, no tomar las vacaciones o postergarlas son muchas veces una práctica aplaudida por los patrones, una señal de compromiso institucional, de actitud servicial y de empleado modelo.
El protagonista decide parar (como yo lo he querido muchas veces), no entiende por qué y hacia  donde corre con tanta prisa. Los ceros a la izquierda, aquellos que no cumplimos con los cánones establecidos, que nos cuesta someternos al “deber” instaurado por los que detentan el poder seguimos viendo en la vagancia, el ocio y la contemplación de lo que nos rodea una forma distinta para ver la vida. Amamos la libertad e intentamos vivir de pie y no de rodillas.
El arte de Poli Délano, como él mismo dijo, “se nutre de la calle, de la intrahistoria y de la historia con mayúscula”. En sus relatos las historias marginales y el retrato de lo cotidiano sirven para dar cuenta, a veces con humor y otras con un agudo realismo, de una realidad social más profunda:
“Nosotros somos las marionetas que apiñadas en una esquina de la Alameda se lanzan al cambio de luces todas a saltitos, a pequeñas carreras hasta la mitad de la calzada, a esperar el nuevo turno, mientras algún temerario, un intrépido insolente, a todo meter sortea vehículos, hace frenar camionetas y es miserablemente atropellado en su frenético intento de alcanzar la otra orilla; las que en un moderno quick-lunch son capaces de comerse, de tragarse un bistec con ensalada, de pie, en tanto que alguien espera el lugar, porque no hay tiempo de sentarse, no hay tiempo para masticar.”
Si estar en contra de esta forma de vivir, de triunfar a toda costa, de colmar expectativas, encajar, me declaro un completo cero a la izquierda, al igual que el personaje de esta novela, el eterno “perdedor” para el sistema, léase derrotado dentro de lo impuesto. El conflictivo fuera de norma.
El periodista argentino Roberto Artl señalaba que el hombre es una bestia perezosa. Una magnífica bestia con un cuerpo demasiado pequeño, pero en aras del progreso, la modernidad muchas veces destructora del medio ambiente, extirpadora de nuestro tiempo y hambrienta de tecnología, nos hemos convertido en precisamente marionetas, simples peones de un tablero de ajedrez, útiles para el Rey y la Reina, protectores del sistema a quienes regalamos nuestra época más fértil de vida, juventud, fuerza y energía, para luego recibir una pensión miserable.
Como bien decía Jean Paul Sartre en su dialéctica del grupo “Somos en este mundo y sociedad una serie de libertades que se unen por el hecho de pertenecer. Estamos sometidos al cumplimiento de condiciones similares y delegamos nuestra libertad en el grupo, pero al final del día esto es imposible. Llegará el momento que me encontraré solo con mi libertad, como el personaje de “Cero a la izquierda” detendré mi marcha, dejaré de correr, aminoraré el paso y me preguntaré ¿Por qué cresta estoy haciendo esto?
Tal vez sea en ese momento cuando vuelva libremente a vivir.

martes, 16 de enero de 2018

Las Estaciones de la Violeta en las tierras de Gabriela


Sin saberlo y como un verdadero y preciado hallazgo fue el encuentro que hace unos meses tuve con una preciosa obra realizada por la artista chilena María Victoria Carvajal. La exposición “Las Estaciones de la Violeta” realizada en la Sala Lagar del Museo Gabriela Mistral de Vicuña, consistía en una exhibición de arpilleras en homenaje a la cantautora y artista visual Violeta Parra. La disposición de cada una de las arpilleras no era azarosa, nos presentaba una Peregrinatio Vitae, que trasunta toda una vida cargada de pasión, talento y compromiso militante por la tierra, su contexto y circunstancia de la artista nacional.
A través de una serie de doce arpilleras bordadas y que fusionaban el arte con la literatura -cada trabajo iba acompañado de décimas que homologaban diversas etapas significativas de la vida de la artista- podíamos adentrarnos aún más en el apasionado periplo artístico de esta mujer, que hizo de su música un arma y una herramienta potente contra las desigualdades e injusticias que aún hoy existen en Chile.

Nada paradójico parece el cruce de estas dos grandes mujeres en la localidad nortina, ambas adelantadas a su tiempo con un compromiso latinoamericano, indigenista, feminista, campesino y rural, en férrea defensa siempre de los oprimidos y marginados. Tanto Gabriela como Violeta instalan un discurso político y social en una época donde era más fácil callar que abrazar causas incómodas para la elite, el patriarcado y el patronazgo. El amor y defensa de la tierra, los pueblos originarios y los desposeídos son tópicos que tanto Mistral como Parra comparten. “Me gusta sentarme en la tierra porque sé que estoy firme y sentir la naturaleza en mí…”, decía la gran Violeta Parra. A su vez, Gabriela Mistral sitúa su querido Valle del Elqui como un locus amoenus que la protege, cobija y ampara. Para ella su tierra es tranquilidad y refugio: “Y esto que es el Valle del Elqui puede llegar a amarse como lo perfecto. Tiene perfectas todas las cosas que los hombres puedan pedir a una tierra para vivir en ella…”.
Las Estaciones de la Violeta es un  homenaje a la vida y obra integral de Violeta Parra, a través de una serie de doce arpilleras bordadas de gran formato, 124 por 146 cm a 220 por 128 cm. Los temas de las arpilleras son: “El Nacimiento”, “La Familia”, “Viaje al Sur”, “Recopilando el folklore”, “Arriba Quemando el Sol”, “Los Secretarios no la Quieren”, “Viaje a Europa”,  “Exposición en París”, “Regreso a la Patria”,  “La Soledad”, “La Decisión”, “Resurrección”. Cabe destacar además que los materiales utilizados en la elaboración de las obras fueron lino/yute, arpillera, lana, algodón y otras fibras para el bordado.

En este recorrido biográfico de Parra encontramos más de alguna semejanza con la vida de Mistral, coincidencias que no hacen más que enaltecer la figura de ellas muchas veces encasilladas en “Volver a los 17” y “Los piececitos de niño” (sin quitar para nada mérito a ambas obras). La cultura dominante ha intentado callar las voces políticas de estas mujeres empequeñeciendo su discurso y obra en aras de no incomodar a la cultura impuesta y oficial. El amor a lo rural, al terruño, los trabajadores carenciados y los indígenas que tuvo Violeta, también los compartió a cabalidad Gabriela Mistral quien ha sido casi cercenada culturalmente al visibilizarla casi exclusivamente en rondas o poemas infantiles a nivel escolar.
Mientras observo una de las arpilleras titulada “Canto a la Pampa” un homenaje a la Matanza pampina salitrera de la Escuela Santa María de Iquique en 1907, recuerdo una de las tantas frases que en defensa de los oprimidos (en este caso los indígenas) expresaba la poetisa: “Nos manchan y nos llagan, creo yo, los delitos del matón rural que roba predios de indios, vapulea hombres y estupra mujeres sin defensa a un kilómetro de nuestros juzgados indiferentes y de nuestras iglesias consentidoras”.Por su parte Violeta exteriorizaba ese mismo sentimiento de impotencia y rabia ante la opresión contra los mapuches en su canción “Arauco tiene una pena” en versos como: “ya no son los españoles los que les hacen llorar, hoy son los propios chilenos los que les quitan su pan”. Las injusticias sociales conmueven a Mistral tanto como a Violeta, tienen posición política ante los hechos y a pesar de sus constantes viajes y estadías en el extranjero nunca dejan de sentirse aferradas a su tierra, en el caso de Mistral, el mismo norte chico que cobija esta hermosa exposición.

Como un oasis en pleno desierto y entre los valles transversales y el clima seco de la localidad de Vicuña en la cuarta región, regreso a mi tierra halagado de haber coincidido con esta sincronía de dos grandiosas mujeres que compartieron mucho más que el dolor, la soledad, la indiferencia y desprecio de una sociedad altamente elitista, clasista y patriarcal. Parra y Mistral dejan la lección que si bien es cierto la coherencia y consecuencia tienen un alto precio en una sociedad tendiente al individualismo y uso de máscaras, más temprano que tarde el legado puede hallar eco en una niña que recita y se conmueve con un poema de “Desolación”, un joven que guitarrea décimas militantes y contestatarias o una artista como María Victoria Carvajal que me invita a re-descubrir el precioso y admirable arte de las arpilleras.


Cuidar las matas y desobediencia del capital


El vínculo que se produce entre la literatura y el arte siempre me parece interesante, atractivo, digno de comentar. Más aún cuando ambos sirven de puente o válvula de escape para denunciar las insensibilidades de la sociedad actual y las mezquindades del sujeto posmoderno que ataviado de los ropajes del neoliberalismo asumen cada vez más una existencia frívola e individualista, muchas veces ajena a lo que ocurre en su entorno o con sus semejantes, en especial en materia de medio ambiente y protección de nuestra flora y fauna.
Dentro de las letras hoy quiero rescatar la interesante obra y en especial las contingentes reflexiones en esa materia del escritor estadounidense Henry David Thoreau, a propósito de mi visita (el año pasado) a la exposición “Cuidar las matas” del artista chileno Nicholas Jackson. Para ejemplificar mi opinión, quiero citar un par de las excepcionales frases del escritor autor de obras tan trascendentales como “Desobediencia Civil” y “Walden o la vida en los bosques”
 “Si un individuo pasea por los bosques por amor a ellos la mitad de cada día, corre el riesgo de que le consideren un holgazán; pero si se pasa todo el día especulando, cortando esos bosques y dejando la tierra desnuda antes de tiempo, se le aprecia como ciudadano laborioso y emprendedor, como si el único interés de una ciudad por sus bosques estuviera en talarlos.”
Eso decía con conocimiento de causa Henry David Thoreau (1817-1862), que condenaba la maldita obsesión por el dinero que ha convertido al mundo en eterno mercado de ofertas y demandas, donde la especulación, la ganancia y por sobre todo el individualismo es capaz de erradicar cualquier atisbo de vida libre, pura y salvaje. “Fui a los bosques porque quería vivir con un propósito; para hacer frente sólo a los hechos esenciales de la vida, por ver si era capaz de aprender lo que aquella tuviera por enseñar, y por no descubrir, cuando llegase mi hora, que no había siquiera vivido.”

 Cuidar las matas, exposición realizada el año pasado en el Centro Cultural Balmaceda Arte Joven de Valparaíso, algo invita a eso, o por lo menos es la metáfora que hace mella en mis experiencias cotidianas de vida, donde durante las últimas décadas he visto como los cerros, lagunas, pozas, tranques y bosques de mi ciudad Villa Alemana han sido intervenidos inescrupulosamente por toda la estructura gris de la institucionalidad. Condominios departamentos, hoteles, colegios, supermercados donde haya gente hay dinero y una posibilidad de ganar a expensas de nuestra naturaleza. Con nostalgia recuerdo hace un par de décadas la apacibilidad y tranquilidad de mi barrio. Hoy la aplanadora inmobiliaria devasta todo, la primera etapa, prontamente se convierte en una segunda, tercera, cuarta, quinta. Paren un poco por favor. ¿De dónde sale tanta gente?
La obra aludida consistía en la instalación de 61 maceteros de lona que contenían una gran variedad de plantas, donde cada macetero tenía la forma de uno de los caracteres de los versos “Como queda demostrado, el mundo entero se compone de flores artificiales”, extraídos de Los vicios del mundo moderno” de Nicanor Parra. La instalación presentaba además la particularidad de contar con 16 rociadores de color naranjo y 7 pallets con el propósito que los asistentes ayudaran a regar y mantener vivas las plantas de cada uno de los maceteros. El color negro y blanco de la tela de los recipientes (semejante a las ropas de los reos antiguos) es para mí una interesante metáfora del aprisionamiento, encarcelamiento y atomización de la naturaleza cediendo y siéndole amputado terreno ante la voracidad del cemento. Nuestro paisaje entre rejas, limitado por la urbe y el festín inmobiliario. Los árboles, los animales, el bosque nativo, los insectos, la naturaleza en todo su esplendor desaparecen ante la mirada atónita de quienes crecimos en una ciudad verde, con cerros, tranques y flores. La edificación en aras del dios Pluto se ha erigido sin respeto y contemplación alguna al patrimonio. La exposición es una novedosa y potente instalación claro está, que además si concebimos a las plantas como seres vivos, nos enfrentamos a una performance con un discurso claro y actual. La naturaleza circunscrita cada vez más a un espacio miserable, escuálido, anti natura.
A nivel global y para no incurrir solo en mi experiencia particular, el bosque chileno ha sido históricamente sometido a una explotación irracional ante la mirada cómplice muchas veces del Estado. La tala indiscriminada, la quema y el nulo respeto por valiosas especies nativas ha sido la tónica. Y en sintonía de esa mirada capitalista de entenderlo todo, la forestación y reforestación constante de especies no nativas como el pino y el eucaliptus le han hecho muchas veces un flaco favor a nuestra flora y fauna autóctona secando nuestros suelos y volviéndolos más áridos y combustibles. Karl Marx en esta materia señala lo siguiente: “Además, todo progreso, realizado en la agricultura capitalista, no es solamente un progreso en el arte de esquilmar al obrero, sino también en el arte de esquilmar la tierra…” (Marx, KARL. El Capital, Capítulo XIII, Maquinaria y gran industria)
Este verano se quemó casi todo el sur y como ocurre siempre en el Chile de la amnesia, este trágico hecho pasó al olvido. No nos interesa aprender la lección, fue más lucrativo para los medios de comunicación y prensa conservadora dueños de la manipulación y herramienta al servicio del orden dominante como señala el sociólogo Pierre Bordieu, darle más tribuna al Súper Tanker, los llantos en busca de encomio constante de Lucy Avilés y la ayuda del avión ruso Ilyushin II-76.
He tenido la posibilidad de recorrer bastante el país estos últimos años y es triste el poco o casi nulo cuidado que he observado por parte de la gente por mantener limpias las playas, los santuarios y parques, todo es sinónimo de basural y rayados, una sociedad sumergida en la carencia de educación y podredumbre humana. “La civilización que ha estado mejorando nuestras casas no ha mejorado igualmente a quienes las habitan” es otra de las grandiosas frases que nos entrega en su narrativa Thoreau. ¿Cuántas plantas se secaron en la muestra? 
¿Hubo intención de cuidar las matas? ¿Hay intención de cuidar más que unas matas de una exposición? ¿Estamos dispuestos e interesados como invitaba la exposición a luchar por un propósito común que apunte al bienestar ecológico de todos? Son preguntas que al tenor de la cosmovisión de este sujeto del siglo XXI parecen inclinarse más al no me interesa que al entender que hasta el momento este es el único mundo que tenemos y que estamos muy cerca de dejarle nada a las próximas generaciones. Partamos al menos por cuidar unas cuantas plantas.

Mariposas de Eduardo Mena: La fragilidad hecha pueblo, recuerdo y pintura


Que maneras más curiosas de recordar tiene uno (Silvio Rodríguez, Mariposas)

La pintura de Eduardo Mena (Santiago, 1964) es un barniz para el alma, da la impresión que no tranza, que no claudica ni se arrodilla al juego de ofertas y demandas del negocio, de la obra hecha mercancía, reproducida infinitas veces con fines economicistas como señalara Walter Benjamin o Theodor Adorno en sus ensayos sobre la obra de arte y la industria cultural. En tiempos llamados posmodernos por algunos, con el dominio sin contrapeso de al parecer, la irreversible dictadura del capitalismo, la obra de arte pasa a ser parte de lo “Útil” en esta sociedad competitiva. Es precisamente Adorno junto a Max Horkheimer  quien planteaba ya en la década de los cuarenta, el valor de uso del arte para las masas. Según los filósofos de la Escuela de Frankfurt, “todo tiene valor solo en la medida que se puede intercambiar, no por el hecho de ser algo en sí mismo. El arte es una especie de mercancía preparada, registrada, asimilada a la producción industrial convirtiéndose tristemente en un negocio ya ni siquiera como intención, sino como principio mismo.”
Cuando reviso la obra de Mena, encuentro una esperanza, (errónea o no), para creer en ese arte cultual, aurático del que hablaba Benjamin, extinguido bajo el manto de la máxima “es bueno si sirve al mercado”. Los cuadros de este pintor chileno, creados al tenor de la técnica del óleo y el acrílico sobre tela, parecen tener la limpieza, transparencia y fragilidad de las alas diáfanas de las mariposas (título precisamente de su última exposición), devolvernos la inocencia del niño que fuimos, poner nuestros pies en la tierra, recordar y tal vez hallar el nostos, tópico del que trata la literatura griega, del héroe que anhela el regreso a su patria y lugar de cobijo. Sin cálculos monetarios mezquinos, solo el hecho de emocionar, pensar, trasuntar ideas. “Mis pinturas son ventanas a simples situaciones cotidianas humanas. Lo que busco en ellas es retener el tiempo para dar espacio a la luz de las cosas.” Son palabras del artista en referencia a sus trabajos. Nada más cierto y coherente.
Las pinturas despiertan en mí la nostalgia del brasero prendido gracias al esfuerzo del cansado padre concluida la jornada laboral, la leña hecha brasas porque no alcanzaba el dinero ni para la parafina en los lluviosos años ochenta de las postrimerías y languidez del invierno dictatorial. Invierno frío que como las mariposas esperábamos anhelante su término para dar paso a la llegada de la primavera y los noventa, aquella que con el arcoíris del NO y después de la tormenta, despejaría el nublado cielo de una de las dictaduras más sanguinarias, corruptas y crueles de Latinoamérica. Régimen que empezaba a extinguirse con la esperanza de una democracia al son del cántico de la alegría ya viene, alegría que nunca se les acabó a los que detentaban y aún detentan el poder y no llegó nunca, a quienes inocentemente con rostros curtidos por el sueldo miserable y trabajo precario del PEM (Programa de Empleo Mínimo) y del POJH (Programa de Ocupación para jefes de hogar) ideado por los Chicago Boys y liderados por el creador de las AFP José Piñera Echeñique, pululaban con la esperanza de mejor fortuna por muchos de los rincones porteños que retrata Mena en sus pinturas.

La fragilidad de la memoria es abismante y aún tan exigua como la vida de las mariposas. Hoy muchos exacerbados, carentes de la mínima clase de historia de Chile y recalcitrantes a más no poder, piden a gritos por las redes sociales el regreso divino del dictador Pinochet. Entiendo nada. Las figuras de Mena son pueblo y sus rincones, personajes de óleo y acrílico que reflejan a muchos que creíamos en  un país distinto, el que yo tildado hasta el hartazgo como resentido social, aún busco. Perdonen la divagación.

Tu tiempo es ahora una mariposa, navecita blanca, delgada, nerviosa

Conocí la pintura de Eduardo Mena después de iniciar un Diplomado en Crítica de Arte Contemporáneo en una universidad porteña. Siempre me gustó el arte, la pintura en general, pero mi experiencia autodidacta se circunscribía básicamente a ver documentales por youtube o uno que otro programa sobre exponentes y movimientos pictóricos en la esmirriada parrilla programática cultural de la televisión chilena. Durante uno de mis trabajos para ese diplomado realicé un paseo a Cerro Alegre en Valparaíso, ícono de la cultura elitista, aburguesada y adornada  por el collage de franceses, alemanes, estadounidenses y el sinfín de viejas cuicas envueltas en sus pashminas, ignorando lo más probable el origen del término y la fabricación del tejido. Cito el cerro porteño, porque precisamente en ese lugar y específicamente en la Galería Bahía Utópica, di por vez primera con las obras de este excelente pintor chileno, pues si bien es cierto no tengo ni las habilidades, técnica o estudios de pintura, siento en lo personal que el arte con mayúscula es para emocionar, evocar, pensar, reflexionar, sentir y sentirnos vivos, algo que Mena consigue con singular maestría.
Cuando revisamos la obra del artista uno se encuentra consigo mismo, con rincones que visitó, con el pueblo hecho carne a través de colores opacos, pero no menos potentes que se repiten en los rostros de este rompecabezas multicolor y multicultural que es el puerto de Valparaíso. Eduardo Mena nos instala sobre nuestras miradas hastiadas del arte conceptual, siúticamente abstracto y teóricamente hermético, los rincones íntimos de Valparaíso y su gente. Músicos en un mirador con guitarras y acordeones, las casas iluminadas como luciérnagas enclavadas en los cerros, el barrio puerto, La Matriz, Plaza Echaurren, callejones con adoquines en el transitar de un hombre  por la lúgubre noche, el salón de pool, o el bar atestado de parroquianos viendo el partido de fútbol dominical. Así de simple, pero a su vez entrañable es la obra del autor y sus cuadros, que como él señala son “ventanas a simples situaciones cotidianas”.

 Y tú apareces en mi ventana, suave y pequeña, con alas blancas

La Exposición: MARIPOSAS – pinturas 2016 realizada hace unos meses en el nivel uno de la sala de El Internado, una casona construida a fines del siglo XIX en el sector de Cerro Alegre en Valparaíso, y que ahora es un edificio ubicado entre los pasajes Caracoles y Dimalow, a pasos del ascensor Reina Victoria, consta de una docena de pinturas de rostros, acrílicos sobre tela, caras de seres transparentes. El soporte de las telas son alambres suspendidos como crisálidas, comparación ad hoc a la exposición y su título.
Así como de vez en cuando (y cada vez menos) coincidimos con una mariposa en este concierto de urbe y cemento donde lo verde es subyugado por lo gris de color, espíritu y alma de nuestras ciudades, me encuentro con estas doce mariposas suspendidas sobre sus respectivas flores, pues debajo de cada tela y solo escrito con tiza aparecen los nombres de Lavanda, Tomillo, Guayaba, Mandarina, Flor de la Pluma, Chocolate, Jazmín, Sándalo, Azahar, Menta, Eucalipto y Madre Selva. La instalación retrata a simple vista y sobre el fondo de la sala la importante e inevitable conjunción entre los insectos y la naturaleza, la pintura y el soporte.
La muestra es acompañada además de una instalación de figuras en alambre y un fondo de tela blanca suspendidas en el aire, ligeras como toda la atmósfera que rodea la exhibición. Cuatro figuras humanas, posiblemente una familia parecen invitarnos a ingresar a este desfile de personajes, de rostros indígenas, nuestros, propios de un Chile que olvida, extingue, amputa nuestras raíces y etnias en aras de la modernidad neoliberal globalizadora blanca. 

El gran mérito de Mena y que logra que empatice con su pensamiento y arte, lo retrata un pergamino que pende en un rincón de la sala. En éste, el artista expresa ideas tan potentes y geniales que le dan aún más sentido y coherencia a sus trazos. “He pintado por dentro y por fuera siempre al ser humano, su soledad, su desamparo y su ternura la maravilla que se tiene entre las manos” y remata con este notable pensamiento: “Creo que todos deberíamos hacer alguna vez este ejercicio de intentar explicarnos, de dar nuestra esencial opinión de la vida”. Si algo debo agradecerle al arte y la pintura de Mena en particular, es precisamente la posibilidad de contemplar una obra y remover en mi pensamiento las partes del rompecabezas llamado “experiencias” que explican quien soy ante la vida, pues como las mariposas nos posamos por un tiempo en esta tierra y desaparecemos muchas veces ignorando el por qué de nuestra existencia y que venimos a hacer (y ser) acá.

Ronald Kitaj: Cameo y pintura literaria (o literatura pictórica)

I
Como sujeto ávido de la lectura y del arte en general, mi inclinación siempre ha consistido en la búsqueda insaciable de nuevos conocimientos, sean literarios, históricos o artísticos que satisfagan mi latente y perenne necesidad de adquirir nuevos saberes. Por estos días, uno de los temas que despiertan mi curiosidad y deseos de análisis, es el cameo literario y artístico en general. Debo precisar que una aproximación al término aludido lo define como “la aparición breve de una persona conocida en una película, serie de televisión u obra de teatro, normalmente representándose a sí misma”.
Por ejemplo, el director de cine británico Alfred Hitchcock, fue un maestro en esta técnica apareciendo en treinta y siete de las cincuenta y ocho películas que dirigió, o el gran productor de cine y escritor de cómics estadounidense Stan Lee haciendo lo mismo en una veintena de películas de Marvel.
En literatura hemos tenido también ejemplos claros de cameo. Como olvidar los capítulos finales de la obra Niebla (Nivola) del escritor español Miguel de Unamuno, donde el autor ingresa como personaje en la obra que él mismo creó, recibiendo un telegrama sobre la muerte del protagonista de la novela Augusto Pérez. Unamuno en las páginas finales narra su dilema ético al haberle confesado a su creación que era solo un ente de ficción, una marioneta de éste que no podía elegir motu propio el suicidio como válvula de escape del dolor provocado por el desplante y rechazo de Eugenia, la mujer que amaba. Más aún, en sueños se le aparece la figura del personaje recientemente fallecido por causas amorosas (suicidio) en un diálogo filosófico y existencialista muy propio de Unamuno donde lo onírico y la dicotomía real/no real tiñen las páginas finales.
He citado esta novela como un botón de la relación que cruza la vereda ficción/realidad en el instante que algunos autores crean personajes tan parecidos a ellos mismos, que uno no sabe distinguir si estamos frente a una autobiografía o a un personaje literario que roba el alma y ser de su creador o viceversa.

II

Esta relación, señalada anteriormente, no es exclusiva del cine, las letras o la televisión. Descubro en el cuadro “El Griego de Esmirna” (1976 -1977, Óleo sobre lienzo. 243,8 x 76,2 cm. Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid) del pintor de origen estadounidense y nacionalizado británico Ronald Kitaj,  un relato literario, un cameo de procedencia pictórica donde el autor inserta en su obra a curiosos personajes. Por un lado tenemos a su amigo Nikos Stangos, poeta griego y teórico del arte moderno, que a su vez representa en su figura, los constantes paseos del poeta griego Constantino Cavafis (quien Stangos tradujo al inglés) por los burdeles del Puerto de Alejandría.
Por otro lado el mismo Kitaj, que al parecer en su único viaje a Grecia, también deambuló perdido y sin rumbo por el Puerto de El Pireo en Atenas. Una señal de lo anterior, es la figura humana descendiendo de la escalera del burdel quien sería el mismo pintor antes mencionado. No es azaroso que el sujeto que baje sea un marinero, ya que el artista desde pequeño retrató el mar, pues en su juventud obtuvo licencia de marinero y navegó en diversos cargueros y petroleros a través del mundo. En el año 1949 zarpa como marino mercante y comienza un constante periplo por tierras extranjeras que aportarán material para su obra, incluida una relación cercana con España y la historia de la guerra civil en dicho país, donde su madre a favor del bando republicano lo instruye sobre tal proceso histórico.  Acá tenemos una muestra palpable de cómo el contexto de producción del artista compuesto por sus experiencias y vivencias personales, los hechos históricos y sociales que le tocó vivir y sus raíces y cultura terminan incidiendo de mayor o menor medida en su obra.

III

Dicho análisis no es exclusivo de mi persona. Hace un tiempo revisando precisamente información de la ligazón pictórica/literaria de Kitaj, di con el libro del escritor español Javier Cercas. “Agamenón” (2006, Barcelona, España, Tusquets Editores). Éste, un texto de crónicas en casi su totalidad, relata en el capítulo titulado “Un paseo por el lado salvaje” la imbricada relación entre el autor y la literatura. Según lo expuesto por Cercas, Kitaj insistió a menudo en dotar a sus cuadros de cualidades novelísticas. El artista a mediados de los setenta se obsesiona con la idea de pintar personajes en sus cuadros como un novelista los pinta en sus novelas. Su deleite es crear personajes pictóricos que sean tan recordados como los creados por Dickens, Dostoievski o Tolstói. Me gusta la idea  de que sea posible inventar en pintura un personaje, una personalidad, de la misma forma que son capaces de hacerlo los novelistas”, comentaba el mismo Kitaj sobre sus cuadros.
La conjunción de creador y personajes novelísticos confluyendo en la misma obra y la presencia del burdel en la vida de los protagonistas convertidos en personajes dentro de la misma pintura es coincidentemente magistral. El autor de “El griego de Esmirna” instalaba con preponderancia la figura humana, el componente político e ideológico en sus obras, sin quitarle relevancia a lo pictórico y el color. El empleo de personajes en actitudes y lugares cotidianos y comunes como la obra aludida, la presencia de un hombre concreto en un lugar concreto como el poeta griego Cavafis o su amigo Nikos Stangos, la proyección en la tela de él mismo en lo que fue, será o nunca llegará a ser, el amor por la literatura, entre otras razones, sirvieron de inspiración al británico en la génesis de personajes memorables, los mismos que admiraba en sus lecturas de los grandes novelistas rusos y que quiso hacer carne a través del lienzo, óleo y pincel.

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